- La autora repasa algunas apuestas artísticas que retan la mirada patriarcal en el arte.
Pese a todos los impedimentos que, supurados por el sistema patriarcal, han condicionado de forma tan trágica la relación entre mujeres y arte (a nivel formativo, productor, crítico y económico), existen numerosos ejemplos de creadoras feministas cuya producción constituye un alegato contra las violencias y opresiones ejercidas sobre las mujeres, una reivindicación que ha encontrado en la performance su disciplina más fecunda y que sigue la idea del situacionista Guy Debord en cuanto al objetivo último del producto artístico: construir momentos que provoquen que el espectador abandone su pasividad.A principios de los años 70, década imprescindible para el movimiento feminista, la artista cubana Ana Mendieta se situó como sujeto víctima de violación en la performance Rape Scene.
En lugar de trasladar esta acción al espacio público, como es usual en la disciplina, Mendieta la recreó en su propio apartamento de Iowa, con el objetivo de sorprender maniatada, con las bragas bajadas y las piernas embadurnadas de sangre, a unos compañeros a los que había invitado a cenar.
El hecho de insertar esta escena de violencia dentro de la cotidianidad de su círculo tenía como objetivo la puesta en relieve de la naturaleza cercana y usual de los casos de violación, invisibilizados pero a menudo presentes en eventos de ocio, núcleos familiares o relaciones de pareja.
Desde los años 90, la producción de la brasileña Beth Moyses ha tenido como prioridad la creación de fisuras en el naturalizado discurso del amor romántico, considerando éste uno de los máximos generadores de violencia contra la mujer. Moyses se sirve de la iconografía del proceso nupcial para crear potentes y accesibles metáforas visuales que invitan a cuestionar la validez de una institución –el matrimonio– cuyo origen se apuntala sobre un sometimiento de las mujeres que resulta tremendamente nocivo para la salud mental e integridad física de éstas.
Mujeres asesinadas
También de origen iberoamericano y preferencia por lo performático, la mexicana Lorena Wolffer toma la violencia de género como el eje conductor de toda su producción artística. La performance Mientras dormíamos (2003) consistía en la grabación de una voz masculina que con indiferencia enumeraba los atestados policiales de 50 de los casos de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, urbe tristemente conocida por su aterradora frecuencia en cuanto a feminicidios.
Conforme la voz leía los reportes de dichos asesinatos, Wolffer trazaba sobre su cuerpo huellas simbólicas de violencia en alusión a cada uno de los 50 casos, convirtiendo su piel en un mapa testimonio de los mismos.
Un año después, la guatemalteca Regina José Galindo, heredera del body art pergeñado por creadoras pioneras del artivismo feminista como Valie Export o Carole Scheeneeman, realizó una de las performances más audaces y comprometidas con la situación del género femenino de las que se tiene constancia hasta la fecha.
En representación de las miles de mujeres anónimas que se ven obligadas a someterse al proceso quirúrgico de himenoplastia (reconstrucción del himen, una práctica muy común en Latinoamérica y África, donde a las mujeres se les exige virginidad a la hora de contraer matrimonio), la artista se sometió a la misma operación en las condiciones de inseguridad en las que es habitual realizar la himenoplastia, llamando la atención sobre lo innecesario y extremadamente peligroso de esta práctica para la integridad física de las mujeres.
El hecho de que Latinoamérica haya acogido tan variada producción en torno a la violencia de género obedece a las terribles estadísticas que ésta protagoniza año tras año, un terreno en el que España no puede permitirse –como a veces, de forma tan irresponsable, pretende– considerarse más evolucionada.
Desde los años 90, las conceptuales Eulalia Valldosera o Carmen Sigler han tomado las más libres disciplinas artísticas, como el vídeo y la performance, para crear discursos en torno al cuerpo y la identidad, con el objetivo de desestabilizar esa mística de la feminidad de la que hablaba Betty Friedman en su célebre ensayo ya en 1963.
Interesante y transgresora como pocas es la obra de Itziar Okariz, artista vasca que nos ha regalado acciones tan perturbadoras como su Mear en espacios públicos y privados, videoperformance mediante la que desafía el rol femenino establecido para el constructo social mujer.
En esta línea de vinculación al tema del género es especialmente celebrada la obra de la palenciana Marina Núñez, que toma la más clásica de las disciplinas artísticas, la pintura, para elaborar diálogos cuyo núcleo es usualmente el ciberfeminismo, una de las herramientas de activismo más productivas y valiosas para las reivindicaciones de las mujeres desde el inicio de la era digital.
Tomando la figura del cíborg, que fuera ya tratada por Donna Haraway en su conocido manifiesto, Núñez plantea problemáticas en torno al binarismo de género y el establecimiento de identidades estancas que limitan el desarrollo personal de todo individuo.
A través del análisis de éstas y otras muchas producciones artísticas comprometidas con la situación de las mujeres en nuestras sociedades, podemos trazar un mapa de los conflictos que genera el ser leída como mujer dentro de un contexto patriarcal.
Aunando experimentación formal y reivindicación ideológica, mujeres de todo el mundo crean para demostrar que el arte, más allá de sus valoraciones estético-técnicas, es una herramienta privilegiada a la hora de cuestionar y deconstruir los discursos establecidos, objetivo primordial para el movimiento feminista.
Con información de Diagonal Periódico